En el rancho del vecino, allá en lo alto de la montaña, la tormenta había cesado dejando apenas una llovizna tenue. El aire húmedo olía a tierra recién bañada, y nuestro ánimo seguía tan encendido como al inicio de la fiesta. Celebrábamos el cumpleaños del Don Berty, y aunque la música y las carcajadas no cesaban, el espacio ya no nos resultaba cómodo bajo la lluvia.


Decidimos entonces continuar la celebración en la cabaña del vecino, a pocos metros de allí, por un sendero embarrado que serpenteaba entre charcos y piedras resbaladizas. Llegamos entre risas y bromas, mientras la neblina comenzaba a trepar desde el valle como un manto espeso. El vecino subió el volumen del estéreo, conectó micrófonos y buscamos en internet las canciones para seguir con el karaoke improvisado.


La cerveza helada circulaba sin descanso, unos brindaban de pie, otros se recostaban en hamacas, y los más cansados se dejaban caer en troncos que servían de bancos. Desde aquel punto elevado, la vista hacia el norte del país era majestuosa, aunque la neblina se empeñaba en ocultarla poco a poco. El frío calaba, pero la alegría era más fuerte.


Pasada la medianoche, el cansancio comenzó a pesar. Entre bostezos contagiosos, algunos se retiraban a dormir, otros seguían platicando bajo la tenue luz de las lámparas. Fue entonces, en medio de ese ir y venir, que al alejarnos para orinar entre la maleza, alguien notó una silueta entre la bruma.


Estaba allí, inmóvil, apenas delineada por la luz difusa de las lámparas. No era ninguno de nosotros: nadie se le acercó, nadie la reclamó. Solo una figura quieta, oscura, vigilante. Un escalofrío recorrió la piel de todos los que la vieron.


En silencio, recordamos las viejas historias que contaban los abuelos: espíritus burlones, ánimas que rondaban en las montañas, sombras que se dejaban ver en noches de tormenta. Nadie se atrevió a hablar más alto. La neblina nos envolvía, el frío se hacía más punzante.


Y allí quedó la pregunta suspendida en el aire:

¿Quién era la silueta entre la niebla?

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